Blog de Naturaleza, especialmente flora, con fotografías tomadas en distintas excursiones, incursiones, ascensiones o viajes. Además, según sople el viento, puedo transitar otros caminos
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- José Vicente Ferrández
- Monzón, Huesca, Spain
- "El paisaje cercano lo consolaba tanto como a otros les consuela la religión o la música". Robert Macfarlane, The Old Ways
martes, 31 de marzo de 2009
Calizas umbrías, valle de Mulleres, Benasque
Saxifraga caesia, 29 de agosto de 2007. Bajábamos del Mulleres, había hecho un día bastante perro, de lluvia al principio y viento feroz después, pero no nos arredramos e hicimos cima, y el día se fue apañando. Marina, con 9 años (en su primer 3000), Javi Pérez con su hijo Jorge, José Murciano y el que escribe. En los lagos de la Escaleta nos esperaba el resto del grupo (Víctor, Ana, Carlos, Pedro y Leo). Ah, me olvidaba de Celia y Andrés.
Yo me demoré volviendo al Pla d'Aigualluts, e hice bastantes fotos.
Otra foto de la vuelta a la Besurta.
El Salvaguardia jugaba al escondite
lunes, 30 de marzo de 2009
Otra de las de agacharse (Asterolinon linum-stellatum)
Todavía estoy con las piernas algo doloridas por la media maratón de ayer en Sabiñánigo (1 h 32' 45" tiempo oficial, -mi 2ª mejor marca-, puesto 110 de 330 que finalizaron la prueba).
A falta de fotos recientes de plantas, tiro de archivo.
Ésta apareció en l'Aigüeta de la Ribagorza y en el libro Cuadernos de Flora Ribagorzana, que pronto -espero- se reeditará. Esto es parte de lo que escribí en su día (24 de mayo de 2007); no desvelo su identidad, pero seguro que la encontráis -tardad un poco en recurrir a comparar fotos:
"En medio de esta profusión de la naturaleza, de este privilegiado exceso primaveral, y con nuestro cerebro, además, acostumbrado y viciado por esta era de la imagen a percibir casi sólo estímulos visuales atractivos, ¿quién se fija hoy en lo pequeño y aparentemente anodino? Bueno, pues yo, y alguien más, espero.
Con la humilde planta que traigo a estas páginas de papel buzoneado pretendo reivindicar el valor, también el estético, de lo pequeño, de los seres vivos a los que, aparentemente, no les encontramos el lado fotogénico y por ello tendemos a no darles ninguna importancia, máxime si no tienen utilidad conocida. Hay que saber mirar dos veces, aunque son recomendables algunas más para apreciar bien los detalles.
La planta de la foto es una primulácea anual de hojas opuestas que, en los años y lugares buenos, puede alcanzar 10-15 cm de talla, aunque lo habitual es que no supere los 5 cm. De distribución mediterránea, vive sobre suelos muy someros en pastizales secos, rellanos rocosos, claros de matorral, campos abandonados y lugares pastoreados de las zonas bajas, hasta los 1200 m de altitud. Florece de marzo a mayo, y su corola es blanquecina o verdosa, minúscula, mucho menor que el cáliz. La fotografía nos muestra la planta fructificada. Recomendable agacharse para saber verla".
Con la humilde planta que traigo a estas páginas de papel buzoneado pretendo reivindicar el valor, también el estético, de lo pequeño, de los seres vivos a los que, aparentemente, no les encontramos el lado fotogénico y por ello tendemos a no darles ninguna importancia, máxime si no tienen utilidad conocida. Hay que saber mirar dos veces, aunque son recomendables algunas más para apreciar bien los detalles.
La planta de la foto es una primulácea anual de hojas opuestas que, en los años y lugares buenos, puede alcanzar 10-15 cm de talla, aunque lo habitual es que no supere los 5 cm. De distribución mediterránea, vive sobre suelos muy someros en pastizales secos, rellanos rocosos, claros de matorral, campos abandonados y lugares pastoreados de las zonas bajas, hasta los 1200 m de altitud. Florece de marzo a mayo, y su corola es blanquecina o verdosa, minúscula, mucho menor que el cáliz. La fotografía nos muestra la planta fructificada. Recomendable agacharse para saber verla".
martes, 24 de marzo de 2009
Una hermosa vulgaridad
domingo, 22 de marzo de 2009
Vignemale (4ª entrega, y final)
Con imágenes escaneadas de viejas diapositivas y copias en papel de Víctor
Llegamos al frente del glaciar. Para acceder a su lomo y atravesarlo después en toda su longitud, hasta su cabecera, teníamos que salvar primero una atemorizante pendiente de hielo. Aunque por aquel entonces llevaba diez años ascendiendo montañas, y había cruzado antes algunos glaciares (Aneto, Monte Perdido), nunca hasta entonces me había tenido que calzar unos crampones. Los aseguré como pude sobre mis botas rígidas Kamet de cuero, de las de antes, de aquellas tan incómodas que forman un bloque con el pie, que sufre aprisionado y dolorido en su interior. Resultan muy seguras, y tardan bastante en calar si se mojan, pero son una verdadera tortura. Lo mejor de llevarlas es cuando te las quitas.
El hielo estaba muy duro y apenas se dejaba morder por el acero del piolet y las puntas de los crampones. Nos llevó un rato salvar ese primer obstáculo, serían unos 20 metros de picar y patear, sin mirar hacia abajo, y con evidente alivio nos reunimos los cuatro en lo alto. Empezamos a caminar hacia la cabecera del glaciar de Ossoue, sorteando el laberinto de grietas.
Llegamos al frente del glaciar. Para acceder a su lomo y atravesarlo después en toda su longitud, hasta su cabecera, teníamos que salvar primero una atemorizante pendiente de hielo. Aunque por aquel entonces llevaba diez años ascendiendo montañas, y había cruzado antes algunos glaciares (Aneto, Monte Perdido), nunca hasta entonces me había tenido que calzar unos crampones. Los aseguré como pude sobre mis botas rígidas Kamet de cuero, de las de antes, de aquellas tan incómodas que forman un bloque con el pie, que sufre aprisionado y dolorido en su interior. Resultan muy seguras, y tardan bastante en calar si se mojan, pero son una verdadera tortura. Lo mejor de llevarlas es cuando te las quitas.
El hielo estaba muy duro y apenas se dejaba morder por el acero del piolet y las puntas de los crampones. Nos llevó un rato salvar ese primer obstáculo, serían unos 20 metros de picar y patear, sin mirar hacia abajo, y con evidente alivio nos reunimos los cuatro en lo alto. Empezamos a caminar hacia la cabecera del glaciar de Ossoue, sorteando el laberinto de grietas.
La Pique Longue de Vignemale todavía no era visible, pero sí la Pointe Chausenque, al pie de la cual el glaciar se descuartiza, a consecuencia del cambio de pendiente, en una cascada de seracs, multitud de bloques de hielo amenazador de tonalidades marfileñas, grises o azuladas. Con el fuerte calor de primera hora de la tarde, incontables pequeñas corrientes de agua de fusión trazaban una compleja red sobre la piel de aquel vasto mundo helado, tan alto y alejado de lo cotidiano, tan hermoso, aunque en absoluto amistoso o paradisíaco. No había silencio, sino ruido de aguas fluyendo encima y dentro del monstruo, los sordos crujidos de su avance, nuestros pasos acompasados abriendo la ruta. Carlos iniciaba la marcha, la familiar cazoleta roja de porcelana pendía de una cinta de su mochila azul y producía un tintineo metálico. Me pidió que se la descolgara para echar un trago del hilo de agua más próximo.
No andaba yo muy cómodo. Los crampones eran prestados y no conseguí ajustármelos del todo bien. Uno de ellos se soltaba de vez en cuando, y en ésas, cansado de tener que agacharme y maniobrar las hebillas cargado con todo el peso a la espalda, acabé llevándolo en la mano izquierda. En la derecha portaba el piolet, ambas iban enguantadas;no obstante, a causa de calor, iba en pantalón corto.
No, no íbamos encordados, como manda la prudencia. Carlos traía una cuerda de 20 metros en la mochila, pero por andar más ligeros, creo yo, prescindimos de la seguridad.
Un error que pudo haber sido fatal.
Un error que pudo haber sido fatal.
Seguimos caminando a lo largo del glaciar, esquivando grietas. En ningún momento vimos una senda marcada por otros pies antes que los nuestros. Más tarde nos daríamos cuenta de que nos habíamos desviado demasiado a la derecha, llevados por el ansia de ir en línea recta hacia la base rocosa del pico, y así fue como nos encontramos en medio de un laberinto de grietas.
Serían las cinco de la tarde y estábamos acercándonos a la base del Piton Carré, cuando el suelo desapareció súbitamente bajo mis pies, como si me hubiera tirado por un balcón. Sólo pude lanzar un quebrado grito de socorro. ¿Qué me había pasado?
Carlos vio la grieta camuflada, cuya presencia delataba un delgado puente de nieve, blanco en vez de gris como el hielo circundante. La sorteó girando en ángulo recto hacia la izquierda para buscar un paso, pero yo no me di cuenta de la maniobra y seguí derecho, sin percatarme del peligro. No iba atento, debido al calor y al cansancio, a la monótona y cegadora blancura, y caminaba con la mente en otras cosas.
La grieta no era ancha, su abertura apenas daba para que cupiera una persona, y eso fue, en parte, lo que me salvó. Quedé atascado en un tubo gélido que iba desde mi nariz hasta el culo, y tenía las piernas colgando ya en el vacío.
La grieta no era ancha, su abertura apenas daba para que cupiera una persona, y eso fue, en parte, lo que me salvó. Quedé atascado en un tubo gélido que iba desde mi nariz hasta el culo, y tenía las piernas colgando ya en el vacío.
A continuación vinieron los dos minutos más largos de mi vida. No recuerdo que me pasaran por la cabeza, como en el trailer de una película, según dicen, los acontecimientos más importantes de mi vida, nada de eso. Quizá porque sabía, o quería creer, que no iba a acabar por caer “del todo”. Mis dos brazos quedaron levantados y flexionados como si me hubiera querido asomar por una tapia para ver qué había al otro lado, con las manos delante de la cara agarrando firmemente un crampón y el piolet, y estos anclados a su vez en el hielo. Víctor y José Mari, que iban detrás de mí, sólo acertaron a ver mi cabeza asomando apenas de la superficie del glaciar.
A propósito del uso de la cuerda en la práctica del alpinismo, escribió lo siguiente en el libro Souvenirs d’un Montagnard el conde Henry Russell, un curioso personaje de finales del siglo XIX cuyo nombre va indefectiblemente ligado al del Vignemale:
"Lo que todo el mundo reconoce es que, en los glaciares, cuando están plagados de grietas, la menor capa de nieve las hace invisibles, y la cuerda es un sine qua non. Despreciarla sería una locura. Está claro que si alguien se cae solo en una grieta un poco profunda (y hay algunas que tienen centenares de metros de profundidad), la muerte será segura. Mientras que si se va dos o tres, encordados juntos a varios metros de distancia, si uno se hunde, el peso de los otros impide que éste sea engullido. En esto, todo el mundo está de acuerdo".
Por otra parte, en palabras de Raymond Ollivier: “Les crevasses d’un glacier, même pyrénéen, ont bon appétit”.
¡Y nosotros íbamos sin encordar por aquel campo sembrado de grietas, qué inconsciencia tan tremenda! Ahora, mientras escribo este relato, intento encontrar las palabras con las que mejor expresar el recuerdo de aquellos minutos de agonía vividos hace ya años. Son tantas las ocasiones en que he traído a la memoria aquel día en el que vi de refilón la sonrisa tétrica de la Parca, aunque en aquella ocasión pudiera darle esquinazo… En primer lugar, creo que debo el haber salido ileso de una situación tan comprometida a dos factores casuales; el primero, mi abultado equipaje –que incluía, no hay que olvidarlo, una prensa para herborizar plantas amarrada a mi mochila y, además, una pequeña bolsa con la cámara, cruzada delante del pecho-, con lo que, en parte, la Botánica y la Fotografía me salvaron entonces la vida; y el otro, mi peso relativamente liviano, entonces como ahora de sesenta y tantos kilos.
A propósito del uso de la cuerda en la práctica del alpinismo, escribió lo siguiente en el libro Souvenirs d’un Montagnard el conde Henry Russell, un curioso personaje de finales del siglo XIX cuyo nombre va indefectiblemente ligado al del Vignemale:
"Lo que todo el mundo reconoce es que, en los glaciares, cuando están plagados de grietas, la menor capa de nieve las hace invisibles, y la cuerda es un sine qua non. Despreciarla sería una locura. Está claro que si alguien se cae solo en una grieta un poco profunda (y hay algunas que tienen centenares de metros de profundidad), la muerte será segura. Mientras que si se va dos o tres, encordados juntos a varios metros de distancia, si uno se hunde, el peso de los otros impide que éste sea engullido. En esto, todo el mundo está de acuerdo".
Por otra parte, en palabras de Raymond Ollivier: “Les crevasses d’un glacier, même pyrénéen, ont bon appétit”.
¡Y nosotros íbamos sin encordar por aquel campo sembrado de grietas, qué inconsciencia tan tremenda! Ahora, mientras escribo este relato, intento encontrar las palabras con las que mejor expresar el recuerdo de aquellos minutos de agonía vividos hace ya años. Son tantas las ocasiones en que he traído a la memoria aquel día en el que vi de refilón la sonrisa tétrica de la Parca, aunque en aquella ocasión pudiera darle esquinazo… En primer lugar, creo que debo el haber salido ileso de una situación tan comprometida a dos factores casuales; el primero, mi abultado equipaje –que incluía, no hay que olvidarlo, una prensa para herborizar plantas amarrada a mi mochila y, además, una pequeña bolsa con la cámara, cruzada delante del pecho-, con lo que, en parte, la Botánica y la Fotografía me salvaron entonces la vida; y el otro, mi peso relativamente liviano, entonces como ahora de sesenta y tantos kilos.
El recuerdo más vívido que perdura de aquellos interminables instantes colgando sobre el vacío es el del sonido de mi respiración, entrecortada y superficial, como un jadeo de perro, aunque de menor intensidad que el que enseñan en las clases de preparación al parto; y, menos mal que, colaborando felizmente con el instinto de supervivencia (como cabría esperar de él), mi sistema nervioso se las ingenió para mantener cierta calma. Evité inconscientemente hacer cualquier movimiento brusco que pudiera ocasionar que la nieve se desmoronara y me precipitara en el abismo. Y también permanece otro recuerdo además, el del frío intenso que se adueñaba de mi cuerpo rápidamente a través de mis piernas desnudas, como queriendo retenerme allí para siempre.
Carlos se puso enfrente de mí y, con ligereza, sacó entonces su cuerda de la mochila. En medio de la tensión del momento, encontró palabras para explicar lo que iban a hacer y para tranquilizarme. Yo confiaba totalmente en que me iban a sacar de allí, y tenía también la certeza de que a mí solo me hubiera resultado imposible. Carlos amarró por seguridad la cuerda en su piolet clavado en el hielo y me lanzó el otro cabo, al que yo me aferré con toda mi alma sin soltar apenas los garfios de hierro que aún estaban en mis manos. José Mari y Víctor, por su parte, tiraron de la mochila por detrás hacia arriba, hasta que consiguieron desatascarme. Siguieron unos cuantos estirones y empujones, y entre todos conseguimos que yo pudiera apoyar los codos en el borde de la grieta, y hacer pie en el otro. Luego, deprisa, afuera otra vez, al mundo, al sol y al calor, fuera del abismo helado que podría haber sido mi tumba.
Aquel verano, según supe después, varios montañeros menos afortunados que yo desaparecieron para siempre en las grietas de los glaciares pirenaicos. Carlos me ha contado que atisbó por el agujero que dejó mi cuerpo en la nieve y no se veía más que el abismo sin fondo de la grieta. Yo no osé mirar. Habría decenas de metros de caída fatal. Me vienen a la mente los nombres de alpinistas engullidos por los hielos perpetuos, como el guía luchonés Pierre Barrau en la rimaya de la Maladeta, o el italiano Renato Cassarotto en el K-2. Ellos sucumbieron y los glaciares, en su avance inexorable, devolvieron al cabo de los años sus restos, los de Cassarotto en 2004; otros conseguimos salir vivos, Reinhold Messner en el Everest –él sin ayuda-, o yo mismo…
Supongo, aunque no lo recuerdo –pero, qué menos-, que les di las gracias a mis amigos, y que ellos me preguntaron si estaba bien, y que yo respondí que sí, que sólo tenía las piernas y las manos insensibles por el frío. De algún modo, conseguí recomponerme, reunir el ánimo suficiente para volver a caminar por el hielo hacia el objetivo propuesto, la cima del Vignemale, esta vez con todos los sentidos alerta.
Me ha costado horas relatar minutos. Mirando las fotos de Russell posando con aire aristocrático a la entrada de "sus grutas", o embutido en su saco de dormir de pieles de cordero, se me hace dolorosamente patente, por enésima vez, lo efímero de nuestra existencia. Las personas pasamos muy deprisa, algunas de nuestras obras permanecen algo más, y a la larga hasta el curso de los ríos, las montañas, los océanos o los continentes cambian y se desdibujan.
Llegamos, por fin, a la base de la pared rocosa, situada unos 150 metros por debajo de la cumbre. La tarde avanzaba. Estratos de roca metamórfica de color ferrugíneo alternaban con otros más claros formando pliegues vertiginosos. Me sentía débil y torpe, acongojado, pero no quedaba más remedio que seguir ascendiendo. Llegamos a la boca de la Gruta Paradis, un pasadizo picado en la roca que mandó excavar y bautizó Russell en 1893. Nos impresionó ver todavía pintada en la pared interior, con brocha gorda y en un tono salmón, la fecha acompañada de la inscripción en latín “Russell fecit”. Sobre la entrada de la cueva hay una placa conmemorativa colocada por el Club Alpin Français que reza, junto a la efigie del barbado personaje que estuvo entre sus fundadores: “En souvenir du comte Henry Russell, créateur des abris du Vignemale”. Estábamos justo bajo la cima.
Henry Russell-Killough nació en 1834 en Toulouse, de padre irlandés y madre francesa. Después de viajar de joven por América del Norte y Asia, dedica sus esfuerzos a ser el primero en conquistar una treintena de cimas emblemáticas de los Pirineos. Su vida se centró en estas montañas, aunque en invierno no desdeñaba frecuentar los eventos de la vida mundana en Pau o Paris.
El 11 de febrero de 1868, acompañado por Hippolyte y Henri Passet, efectuó la primera invernal al Vignemale, considerada la primera gran ascensión de esas características en Europa. A partir de 1880, y tras pasar una noche al raso en la Pique Longue, su deseo de vivir en la alta montaña le lleva a elegir este macizo, por el que siente pasión, y emprende la excavación de siete grutas. Incluso un herrero de Gèdre instaló en el col de Cerbillona una forja provisional o “de fortuna” para reparar las herramientas de los picadores. Los nombres de sus cuevas favoritas son “villa Russell”, “Bellevue” y “Paradis”, y había otras para los guías y las damas. En 1888 solicitó a la prefectura de Hautes-Pyrénées la concesión de 200 ha. (entre 2300 y 3298 metros) en el Vignemale por un alquiler anual simbólico de 1 franco y una duración de 99 años. Para incrementar la importancia de “su” montaña y que alcanzara simbólicamente los 3300 metros, hizo erigir en la cima una torre de piedras de 2 metros de altura …, que fue derribada por los elementos tan sólo 6 días más tarde. En las grutas pasó temporadas y hasta organizó misas y recepciones para sus amigos y personalidades de clase acomodada extendiendo una alfombra roja sobre la nieve. Ascendió la friolera de 33 veces al Vignemale -al que llamó, entre otras cosas, su “Tíbet pirenaico”-, la última de ellas el 8 de agosto de 1904, con 70 años. Es el autor de casi una decena de libros sobre sus vivencias, el más famoso de los cuales, Souvenirs d’un Montagnard, cuya primera edición data de 1888, ha sido traducido recientemente al castellano. El conde Russell, que tiene dedicada una cima en el macizo de la Maladeta, murió en Biarritz en 1909.
Henry Russell-Killough nació en 1834 en Toulouse, de padre irlandés y madre francesa. Después de viajar de joven por América del Norte y Asia, dedica sus esfuerzos a ser el primero en conquistar una treintena de cimas emblemáticas de los Pirineos. Su vida se centró en estas montañas, aunque en invierno no desdeñaba frecuentar los eventos de la vida mundana en Pau o Paris.
El 11 de febrero de 1868, acompañado por Hippolyte y Henri Passet, efectuó la primera invernal al Vignemale, considerada la primera gran ascensión de esas características en Europa. A partir de 1880, y tras pasar una noche al raso en la Pique Longue, su deseo de vivir en la alta montaña le lleva a elegir este macizo, por el que siente pasión, y emprende la excavación de siete grutas. Incluso un herrero de Gèdre instaló en el col de Cerbillona una forja provisional o “de fortuna” para reparar las herramientas de los picadores. Los nombres de sus cuevas favoritas son “villa Russell”, “Bellevue” y “Paradis”, y había otras para los guías y las damas. En 1888 solicitó a la prefectura de Hautes-Pyrénées la concesión de 200 ha. (entre 2300 y 3298 metros) en el Vignemale por un alquiler anual simbólico de 1 franco y una duración de 99 años. Para incrementar la importancia de “su” montaña y que alcanzara simbólicamente los 3300 metros, hizo erigir en la cima una torre de piedras de 2 metros de altura …, que fue derribada por los elementos tan sólo 6 días más tarde. En las grutas pasó temporadas y hasta organizó misas y recepciones para sus amigos y personalidades de clase acomodada extendiendo una alfombra roja sobre la nieve. Ascendió la friolera de 33 veces al Vignemale -al que llamó, entre otras cosas, su “Tíbet pirenaico”-, la última de ellas el 8 de agosto de 1904, con 70 años. Es el autor de casi una decena de libros sobre sus vivencias, el más famoso de los cuales, Souvenirs d’un Montagnard, cuya primera edición data de 1888, ha sido traducido recientemente al castellano. El conde Russell, que tiene dedicada una cima en el macizo de la Maladeta, murió en Biarritz en 1909.
El cielo se había cargando de nubes. Trepamos hasta la cumbre, situada unas decenas de metros más arriba. Alcanzarla no me produjo especial emoción, cierto alivio si acaso, y allí pudimos recrearnos la vista con el espectáculo de un atardecer magnífico, aunque helador, desde aquella atalaya privilegiada y rodeados por el grandioso paisaje de los Altos Pirineos, con un sol grande y rojo descendiendo hacia un horizonte cuajado de cimas oscuras entre las que destacaban la siluetas los picos del Infierno, Balaitús y más lejos, altivo y ahorquillado, el Midi d’Ossau. También me subyugó la visión, tan distinta desde Francia, del macizo de Monte Perdido, donde llamaba poderosamente la atención esa larga grieta que es el corredor Swan separando los dos picos de Astazu, cuyos paredones se levantan casi dos mil metros sobre fondo del circo de Gavarnie.
Ahora es el momento para unos breves apuntes botánicos. En torno a la cima recolecté muestras de algunas plantas, menudas pero muy resistentes, que allí habitan; según mis anotaciones de aquel día, fueron las siguientes: Draba carinthiaca, D. tomentosa, D. dubia subsp. laevipes, Minuartia cerastiifolia, Festuca alpina y Poa minor, todas ellas a más de 3200 m de altitud. Alguna de ellas ya fue citada por Russell (en concreto Draba dubia, bajo el epíteto de D. frigida), entre la lista de las que recolectó y determinó su amigo el botánico Vallot. También se encuentra allí una de mis plantas favoritas de la alta montaña pirenaica, Androsace ciliata, pionera especialista en colonizar cresteríos y morrenas, y que apenas levanta unos centímetros del suelo. Pero sus cojinetes de hojas arrosetadas cubiertos de flores rosas cautivan inmediatamente el ojo del botánico que se llega hasta estos parajes austeros, poco generosos con la vida, tan definitivamente distintos, se diría que con más carácter que los bosques y praderas que se extienden mil quinientos metros más abajo.
Tras el ocaso, la temperatura bajó aún más y nos refugiamos en la gruta Paradis para pasar la noche. El agujero, a pesar de su nombre, me pareció un sitio lúgubre y con poco espacio, sería porque mi ánimo se encontraba en horas bajas. Estaba destemplado y me arrebujé pronto dentro del saco. En tiempos de Russell había, como en todas sus grutas, una puerta metálica–que acababa siempre por caer al glaciar una y otra vez- e incluso una capa de hierba seca para hacer más mullido el suelo. Hoy en día es menos cómoda y sólo cabe el recurso de poner las mochilas para tapar algo la entrada y cerrar con ellas un precario parapeto de pedruscos.
Tras el ocaso, la temperatura bajó aún más y nos refugiamos en la gruta Paradis para pasar la noche. El agujero, a pesar de su nombre, me pareció un sitio lúgubre y con poco espacio, sería porque mi ánimo se encontraba en horas bajas. Estaba destemplado y me arrebujé pronto dentro del saco. En tiempos de Russell había, como en todas sus grutas, una puerta metálica–que acababa siempre por caer al glaciar una y otra vez- e incluso una capa de hierba seca para hacer más mullido el suelo. Hoy en día es menos cómoda y sólo cabe el recurso de poner las mochilas para tapar algo la entrada y cerrar con ellas un precario parapeto de pedruscos.
No dormí lo que se dice de un tirón. Ya de por sí no me suelen gustar las noches en la montaña, me refiero sobre todo al hecho de dormir sobre suelo duro en una tienda de campaña, al raso o en vivac, sin olvidar el frío. Pocas veces he conseguido un sueño reparador, aunque ha habido algunas excepciones que todavía recuerdo, y reconozco que, al raso, es sublime el placer de ver la luna levantarse sobre la pléyade de picachos, y las estrellas y constelaciones punteando en el aire diáfano la negra cúpula del cielo.
Larga fue la noche. Durante aquellas horas de oscuridad se desató, además, una buena tormenta cuyos ecos roncos retumbaron hondamente en la montaña; no pude menos que agradecer al conde su idea de mandar excavar un refugio en lugar tan hostil, y así librarnos de tener que dormir "à la belle étoile".
Larga fue la noche. Durante aquellas horas de oscuridad se desató, además, una buena tormenta cuyos ecos roncos retumbaron hondamente en la montaña; no pude menos que agradecer al conde su idea de mandar excavar un refugio en lugar tan hostil, y así librarnos de tener que dormir "à la belle étoile".
Al día siguiente la lluvia había cesado, pero el glaciar amaneció cubierto por la niebla, con un aspecto absolutamente desolador. A pesar de esa circunstancia, el descenso de la montaña no acarreó mayores complicaciones y la travesía del glaciar tampoco, ya que esta vez lo recorrimos por una zona menos peligrosa, a lo largo de la base del pico Montferrat. Recuerdo, un poco como en sueños, haber visto cajones de madera destrozados varados en el hielo -¿quién los habría arrastrado hasta allí?- y acentores comiendo los insectos que el viento había traído hasta la nieve rojiza.
Dos Potentillas
martes, 17 de marzo de 2009
Vignemale (3ª entrega)
Al día siguiente, el 29, nos levantamos temprano, como procede en los refugios de montaña, donde si no te despiertas tú te despierta el ajetreo mañanero de los otros, con toda la excitación de la aventura de la ascensión por delante. No buscábamos una ruta arriesgada, sino la “normal por Francia”. El espíritu que me anima en la montaña no es el del reto tal y como lo entienden los escaladores y muchos montañeros, ni el del riesgo al límite, o el sumar cimas, sino el de descubrimiento, agudizar y disfrutar de los sentidos intentando comprender lo que percibo, sentirme vivo en medio de un terreno duro y arisco, disfrutar del cansancio reparador, zambullirme en un tiempo que escapa a la medida normal, en un cúmulo de sensaciones y emociones.
El día amaneció con tiempo estable. Anduvimos hacia el sur rumbo a la montaña, nuestra presencia marcada insistentemente por los chillidos estridentes de las marmotas. Bordeamos por la izquierda los flancos helados del Petit Vignemale, de los que se desprendían de tanto en tanto algunos seracs, con su ruido atemorizante de artillería. Vimos a lo lejos que un grupo de aguerridos caminaba ya por su pequeño glaciar de pendiente pronunciada, en busca de una arriesgada ruta hacia la cima. La carga de mi mochila era bastante pesada, ya que además, por aquel entonces, solía llevarme a cuestas la prensa para guardar convenientemente mis recolecciones de plantas de alta montaña. La afición a la Botánica era ya así de fuerte y suponía ese precio de sobrepeso. Pero las fuerzas no flaqueaban entonces y el peso extra se llevaba con gusto. Además, del cuello me colgaba la bolsa para la cámara fotográfica, objetivos y demás. Hasta ahora no he aprendido a viajar ni a caminar ligero de equipaje, qué le vamos a hacer.
A 2.651 metros de altitud, y tras dos horas de camino desde les Oulettes, se encuentra el coqueto refugio de Bayssellance, enclavado en un rellano situado de espaldas al Vignemale, el refugio guardado más alto del Pirineo. Sus guardas editan incluso un curioso boletín llamado La Marmotte Déchaînée, que puede leerse en Internet. Hicimos una corta parada antes de reemprender la marcha hacia el paso de la Hourquette d’Ossoue, para desde allí acceder al glaciar de Ossoue, punto clave del día.
Los glaciares son uno de los grandes hitos y espectáculos que nos brinda la Naturaleza. Los del Pirineo, como casi todos los que perduran en la Tierra desde su última expansión acaecida durante la llamada Pequeña Edad de Hielo (entre los siglos XVII y mediados del XIX), viven actualmente sus horas más bajas perdiendo longitud y grosor año tras año debido a un proceso general de calentamiento climático. En nuestra cordillera, debido a factores como latitud, altitud u orientación, los glaciares son escasos y se hallan acantonados en anfiteatros elevados, en las umbrías de los macizos más altos (ocupan una superficie total de 811,3 ha.). Pertenecen al tipo de los denominados de circo, bien distintos a los más potentes en forma de lengua, mejor alimentados en sus cabeceras, que discurren a lo largo de decenas de kilómetros en otras grandes cadenas montañosas repartidas por las regiones templadas y frías de la Tierra, como el Himalaya, Thien-Shan, los Andes o los Alpes. El glaciar de Ossoue, no obstante, es por su aspecto lingüiforme el más “alpino” de los pirenaicos. En cuanto a tamaño, resulta el segundo en superficie (70 ha.), por detrás del del Aneto (132 ha.) y por delante del que se acantona en la vertiente norte del Monte Perdido (48 ha.). Estos datos, sin embargo, hay que considerarlos parte del pasado y provienen del conocido libro de Jean Buyse Los tresmiles del pirineo. En una obra más reciente, El Alto Pirineo, Eduardo Martínez de Pisón da para el año 2000 ya un total de sólo 290 ha. cubiertas por el hielo para toda la cordillera. Es vox populi, por haber sido muy divulgado, que el proceso de regresión de los glaciares marcha imparable. De todas formas, no lo olvidemos, su predecible evolución hacia su desaparición a corto o medio plazo sería una más entre las pulsiones provocadas por el discurrir de los ciclos climáticos a través de los siglos.
El aspecto del glaciar d’Ossoue cambia mucho según los años, según la nivosidad en la estación fría y el calor que haga en verano, en unos se muestra vigoroso y en otros avejentado. Tal y como yo lo vi, a finales de agosto de 1991, parecía gozar todavía de buena salud en términos de grosor y superficie ocupada por el hielo. Tras salvar un promontorio, el avistamiento del final de su tosca y agrietada lengua helada nos dejó mudos de estupor y de asombro. Aquel día, con el sol calentando lo suyo desde lo alto del cielo, el agua de fusión surgía en grandes torrenteras del interior de cavernas heladas que se abren allí donde el glaciar deja paso a la roca pulida por el desgaste secular, y se despeñaba luego valle abajo. Precisamente, en los días en que escribo sobre esta ascensión (primeros de diciembre de 2004), aparecía en el suplemento dominical del diario El País un artículo sobre el quebrantahuesos y en él una fotografía sensacional, que me cortó la respiración en cuanto la vi, del glaciar y el circo de Ossoue, y donde se ve toda la extensión helada y predominantemente gris recorrida por infinidad de grietas y flanqueada por roquedos imponentes. Un paisaje aparentemente estéril, pero de una fuerza y una belleza impresionantes. Mirando esa imagen me resulta más fácil recrear las impresiones de aquel día vivido tan intensamente.
lunes, 16 de marzo de 2009
Vignemale (2)
2ª entrega:
El 28 de agosto de 1991 partimos cuatro amigos, Víctor Fontán, José Mari Puy, Carlos Soler y yo, de Pont d’Espagne, cerca de Cauterets, en el Pirineo central francés, hacia el refugio des Oulettes de Gaube. Era una excursión de tres jornadas. El viaje hasta allí se nos había hecho largo, ya que una vez en Francia tuvimos que subir y bajar varios puertos “de los más duros del Tour de France” -entre ellos el mítico Tourmalet -, comprobando atónitos que, mientras nuestro coche serpenteaba cuesta abajo por la pendiente interminable curva tras curva, ciclistas de todas las edades pedaleaban trabajosa pero tercamente y sin desfallecer hacia la cima. Una vez en Pont d’Espagne, tomamos un telesilla que nos permitió salvar bastante desnivel y ahorrar tres cuartos de hora de cuesta; después, en algo más de hora y media, nos plantamos en el refugio. Había que descansar y reponer fuerzas para la ascensión al Vignemale, nuestro objetivo para el día siguiente. El ánimo estaba alto y nos sentíamos expectantes. Queríamos ascender a lo alto de la montaña, dormir bajo la cima en la cueva Paradis y regresar a casa al día siguiente.
El macizo de Vignemale es uno de los grandes del Pirineo. Visto desde España se alza entre el Monte Perdido y los montes de la cabecera oriental del valle de Tena. Desde Monzón, si se sabe dónde encontrarlo recortado en el horizonte, sus laderas nevadas caen a pico tras la sucesión de montes que jalonan el flanco norte del Cañón de Ordesa. Este paisaje modelado por el hielo culmina a 3.298 metros en la Pique Longue, y entre sus cimas hay varios tresmiles con nombres franceses, como Tapou, Montferrat, Clot de la Hount, Pointe Chausenque o Petit Vignemale, y alguno español como el de Cerbillona. Los montañeses del valle de Tena se refieren al pico más alto y también al macizo con el nombre de Comachibosa (“pico de las cabras”). Desde la vertiente francesa, a las puertas del refugio donde íbamos a pasar la noche, la visión de la cara norte del pico es espléndida, sobrecogedora, con su helado Couloir de Gaube, que tantos ansían vencer, atravesándola como una cuchillada de arriba abajo, un corredor sombrío de seiscientos metros que lleva directamente a la cumbre, una “provocadora y fascinante chimenea de hielo y nieve” en palabras del pirineísta francés Henri Brulle a finales del siglo XIX. Actualmente, sin embargo, y debido al incuestionable cambio climático, parece que apenas queda hielo en verano y se trata sobre todo de un corredor de roca.
El 28 de agosto de 1991 partimos cuatro amigos, Víctor Fontán, José Mari Puy, Carlos Soler y yo, de Pont d’Espagne, cerca de Cauterets, en el Pirineo central francés, hacia el refugio des Oulettes de Gaube. Era una excursión de tres jornadas. El viaje hasta allí se nos había hecho largo, ya que una vez en Francia tuvimos que subir y bajar varios puertos “de los más duros del Tour de France” -entre ellos el mítico Tourmalet -, comprobando atónitos que, mientras nuestro coche serpenteaba cuesta abajo por la pendiente interminable curva tras curva, ciclistas de todas las edades pedaleaban trabajosa pero tercamente y sin desfallecer hacia la cima. Una vez en Pont d’Espagne, tomamos un telesilla que nos permitió salvar bastante desnivel y ahorrar tres cuartos de hora de cuesta; después, en algo más de hora y media, nos plantamos en el refugio. Había que descansar y reponer fuerzas para la ascensión al Vignemale, nuestro objetivo para el día siguiente. El ánimo estaba alto y nos sentíamos expectantes. Queríamos ascender a lo alto de la montaña, dormir bajo la cima en la cueva Paradis y regresar a casa al día siguiente.
Cara Norte del Vignemale (tomada de http://fcorpet.free.fr/Denis/M/Vignemale/Vignemalbum.html)
El macizo de Vignemale es uno de los grandes del Pirineo. Visto desde España se alza entre el Monte Perdido y los montes de la cabecera oriental del valle de Tena. Desde Monzón, si se sabe dónde encontrarlo recortado en el horizonte, sus laderas nevadas caen a pico tras la sucesión de montes que jalonan el flanco norte del Cañón de Ordesa. Este paisaje modelado por el hielo culmina a 3.298 metros en la Pique Longue, y entre sus cimas hay varios tresmiles con nombres franceses, como Tapou, Montferrat, Clot de la Hount, Pointe Chausenque o Petit Vignemale, y alguno español como el de Cerbillona. Los montañeses del valle de Tena se refieren al pico más alto y también al macizo con el nombre de Comachibosa (“pico de las cabras”). Desde la vertiente francesa, a las puertas del refugio donde íbamos a pasar la noche, la visión de la cara norte del pico es espléndida, sobrecogedora, con su helado Couloir de Gaube, que tantos ansían vencer, atravesándola como una cuchillada de arriba abajo, un corredor sombrío de seiscientos metros que lleva directamente a la cumbre, una “provocadora y fascinante chimenea de hielo y nieve” en palabras del pirineísta francés Henri Brulle a finales del siglo XIX. Actualmente, sin embargo, y debido al incuestionable cambio climático, parece que apenas queda hielo en verano y se trata sobre todo de un corredor de roca.
Para el lunes, un pequeño acertijo
Planta que se encuentra desde el piso montano al alpino, a orillas de fuentes y en rocas húmedas. Normalmente las flores tienen 5 pétalos, pero en esta en particular, lo que debería haber sido simetría radial se ha convertido en bilateral. El polinizador está claro.
La foto está hecha en el valle de Rioumajou, Pirineo francés.
Saxifraga aizoides
Saxifraga aizoides
domingo, 15 de marzo de 2009
Vignemale (1)
Por entregas: ahí va la primera.
AQUEL MAL SUEÑO
Estoy aterido, voy a morir de frío en el fondo oscuro y helado de la grieta de un glaciar. Una débil claridad azulada se filtra desde lo alto, escucho ruidos sordos de agua, ecos y crujidos amedrentadores. Pido ayuda, pero nadie me escucha. Mi cuerpo herido se ve privado del calor vital que lo abandona por momentos. En mi cabeza domina la sensación de incredulidad, y con ella se alían, cual compañeros inoportunos, la impotencia y también cierta indiferencia. De pronto noto algo, distingo una figura conocida, quizá él pueda sacarme de aquí. Pero no es sino Ötzi, el Hombre de los Hielos. Está muerto, acartonado, rígido. Grito y le increpo, desesperado, pero nada ocurre y veo mi final muy próximo.
Me debato, agitado. Abro los ojos y me despierto, sudando, respirando entrecortadamente. Me doy cuenta que todo ha sido una pesadilla, afortunadamente. Nunca se ha vuelto a repetir, como si hubiera espantado todos mis temores.
AQUEL MAL SUEÑO
Estoy aterido, voy a morir de frío en el fondo oscuro y helado de la grieta de un glaciar. Una débil claridad azulada se filtra desde lo alto, escucho ruidos sordos de agua, ecos y crujidos amedrentadores. Pido ayuda, pero nadie me escucha. Mi cuerpo herido se ve privado del calor vital que lo abandona por momentos. En mi cabeza domina la sensación de incredulidad, y con ella se alían, cual compañeros inoportunos, la impotencia y también cierta indiferencia. De pronto noto algo, distingo una figura conocida, quizá él pueda sacarme de aquí. Pero no es sino Ötzi, el Hombre de los Hielos. Está muerto, acartonado, rígido. Grito y le increpo, desesperado, pero nada ocurre y veo mi final muy próximo.
Me debato, agitado. Abro los ojos y me despierto, sudando, respirando entrecortadamente. Me doy cuenta que todo ha sido una pesadilla, afortunadamente. Nunca se ha vuelto a repetir, como si hubiera espantado todos mis temores.
Cae la tarde desde la cima del Vignemale
jueves, 12 de marzo de 2009
domingo, 8 de marzo de 2009
De mi jardín
La desconocida Ranunculácea traída desde París sigue creciendo lentamente. Yo creo que es un Delphinium, pero tengo que seguir rastreando.
La primavera va entrando a paso lento, esta Saxifragácea es una de las primeras en florecer, seguro que la tenéis vista, la floración es realmente llamativa, y las hojas aguantan todo el año, incluso bajo las peores heladas; eso sí, a la sombra.
La planta se llama Bergenia crassifolia y es originaria de Siberia.
Marte
Vista desde la nave exploradora, la superficie de Marte, el Planeta Rojo, semeja un desierto surcado por profundos cañones y salpicado de grandes montes, como el Olympus Mons, un volcán extinto de ¡¡¡27.000 m de altitud!!!
Los humanos (en su versión NASA) nos empeñamos en mandar misiones exploradoras a Marte con el doble fin de que el conocimiento avance y el negocio y el prestigio también, mientras en casa nuestro planeta sufre un proceso un tanto descontrolado de degradación.
Foto hecha en las salinas abandonadas de Peralta de la Sal.
viernes, 6 de marzo de 2009
miércoles, 4 de marzo de 2009
El acertijo botánico de la semana ...
Falsas coles (je, je).
Por dar alguna pista, la foto está hecha en abril en Senarta (Benasque)
Y tiene leña.
Sambucus racemosa
Monzón, 10 de la mañana, llueve
Reivindicando el Susía
Casi desconocido, el río Susía atraviesa el Biello Sobrarbe y da con el Cinca (o con sus aguas embalsadas en el pantano de El Grado) en el Mesón de Ligüerre. Gordos barbos y madrillas lo remontan para realizar su puesta, poblando las gorgas de vaivenes y sombras, y sirven de comida a las aves si se quedan atrapados al bajar el nivel de las aguas.
En sus orillas y sotos la flora reúne una buena colección de plantas, desde el arce campestre o la miricaria, pasando por el arraclán (Frangula alnus), la orquídea Epipactis palustris, la primulácea Lysimachia ephemerum o el lino amarillo (Linum campanulatum), hasta rarezas como Blackstonia acuminata.
Hoy ha llovido abundante, y aun así he querido llegar hasta aquí, para oír el estruendo de las cascadas.
¡Que corra libre por mucho tiempo, sus aguas engordadas por las lluvias!
domingo, 1 de marzo de 2009
Dos "aragonensis" o "aragonense"
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