Me ha salido un poco largo el relato, pero las experiencias vividas intensamente dan para mucho.
Castillo Mayor de Puértolas. 30 y 31 de agosto de 2009.
Salgo de Monzón a las 9:45, con cierta sensación de encogimiento por haber elegido un sitio tan agreste y solitario para pasar los dos últimos días de mis vacaciones. Me llevo tienda, saco y esterilla, y comida y bebida, aunque sospecho que debería traer más líquido para evitar sufrir de sed.
Voy sin compañía, algo poco recomendable por el tema de la seguridad, pero en esta ocasión lo he buscado a propósito. En Escanilla paro a ver a las dos Estheres (mi madre y mi hermana), que se reafirman en lo de que estoy un poco “p’allá” por irme solo. En fin.
Hay bastante tráfico en sentido contrario. Últimos kilómetros por la estrecha carretera hacia Puértolas y ya estoy aparcando junto a otros cuatro coches.
Me como una manzana, hago la mochila, me pongo protección solar y bebo todo lo que puedo antes de salir, más de un litro, que me vendrá bien para no pasar sed por el camino. Son las 12:20 cuando empiezo a andar (con la fresca, je, je), bordeo un montón de fiemo y tomo la senda ganadera.
Allí al lado, a 1.170 m de altitud, viven juntos una higuera y un almendro, en su límite altitudinal por estas tierras, prueba de lo soleada que es esta zona, donde el romero y la coscoja también suben mucho. Las merenderas ya están en flor, y en los bordes del camino, al pie de los muros de piedra seca, en suelo margoso, crecen plantas amantes del calor y resistentes a la sequedad, aunque necesitan humedad en invierno-primavera, como la gramínea Dichanthium ischaemum. A finales de verano florecen Odontites vulgaris, de flor rosa, y O. pyrenaeus, amarilla. De esta última sólo veo un ejemplar en un prado seco invadido de Rhinanthus ya muy pasados, a 1.250 m. Asciendo parapetado entre bojes, Viburnum lantana, zarzas, aligustre y espino albar, con alguna Gentiana cruciata, bastante pasada, en mitad de la senda. Más termófilas: Cephalaria leucantha y Leucanthemum pallens.
Atravieso el llamado “Prau del Cura”, a 1.275 m. Allí fue donde fotografié en junio el licénido Maculinea arion. Ahora la hierba está agostada. Me adentro en el pinar, poblado en los claros de aliaga, erizón y helecho común. Al salir de la zona más arbolada, la senda va ascendiendo suavemente entre quejigo, alguna carrasca, Rhamnus saxatilis y Amelanchier ovalis. Allí están las pedreras donde encontré hace años la rara Biscutella cichoriifolia, que no he conseguido ver en las últimas veces que he subido a la montaña. Erizón (carpín) y boj comienzan a hacerse dominantes. El camino cuza la antigua cancela del ganado, que yace desmadejada y abierta, casi irreconocible. Al pie de los acantilados encuentro alivio del fuerte sol bajo algunas grandes carrascas, quejigos y tilos. La senda se empina para adentrarse brevemente en la frondosidad del avellanar con serbales. Es hora de echar un trago. Saco una cerveza que ya estaba empezando a ponerse un poco caliente y engaño al estómago con unos frutos secos. Estoy en el borde de la majada inclinada en cuyo centro hay un viejo espino albar. Abundan las ortigas y asfódelos, y plantas de borde de bosque como Geranium sanguineum y los dos Lilium, pyrenaicum y martagon. Las oscuras Erebias revolotean al sol, imposible sacarles una foto. Lo intentaré más tarde.
A los 1.540 m abandono la protección del arbolado y afronto los vericuetos entre boj y erizón que me llevarán, 200 metros más arriba, a los Llanos del Castillo Mayor, donde pienso acampar. Son las 14 horas ya y bajan varios grupos de excursionistas que se paran y me dejan pasar amablemente cuando me ven subir cargado. Tengo calor y sudo copiosamente.
Hojas de Plantago argentea, inflorescencias de Laserpitium gallicum, sigo hacia arriba, gira que te gira mientras voy ganando altura, ya casi estoy, Thalictrum minus, el colladito y ... por fin, ante mí, los pastizales y la ancha y (según se mire) desolada cima del Castillo. Nadie.
Las dos y media. Busco sombra al pie de los peñascos cercanos y me como con deleite el arroz con verduras que me he traído en un túper y otros picoteos varios, bebo abundantemente, aunque siempre reservón sabiendo que me queda más de un día por delante y no hay otro líquido por aquí que el que me he subido en la mochila, no demasiado, por cierto. El agua turbia de lluvia del cercano abrevadero para el ganado mejor no tenerla en cuenta.
Baja todavía un grupo de rezagados de la cima del monte y me quedo solo, de dueño y señor (¡vaya!...) de la fortaleza, que me emociona y al mismo tiempo me angustia en cierta manera.
Los extensos rodales de Succisa pratensis están llenos de mariposas que liban ávidamente de las flores azuladas. Hay algunos Polyommatus, Lasiommata, Maniola jurtina, Hipparchia fagi y, sobre todo, Erebia, que posteriormente y con ayuda de las fotos que tomé identifico como E. euryale.
Pero estoy más pendiente de la flora. En los roquedos calizos que cierran los llanos por el sur, en torno a los 1.750 m, hay todavía alguna flor tardana de oreja de oso, aunque en los puntos más secos las rosetas vegetan deshidratadas. También son reconocibles: Allium senescens, Draba aizoides, Globularia repens, Dianthus hispanicus en rellanos soleados, Asplenium ruta-muraria, Campanula rotundifolia, Solidago virgaurea, Asperula hirta y Androsace villosa.
Planto con calma la tienda de campaña que me ha prestado para la ocasión mi amigo Carlos (la mía acabó el año pasado en un contenedor de Pineta, tras demostrar que tenía goteras después de una larga noche de lluvia). El suelo es profundo y no tengo que utilizar ninguna herramienta para hundir las clavijas, voy a dormir pues sobre el pasto mullido. Un hotel lujoso bajo el gran cielo pirenaico, que sigue límpido.
Una vez preparado el alojamiento, paso el resto de la tarde vagando y gozando por la parte occidental del Castillo Mayor. Primero por los riscos sobre los farallones meridionales, con mucha Sideritis pungens, Phyteuma orbiculare y Saponaria caespitosa. Además: Bupleurum ranunculoides, Euphrasia salisburgensis, Potentilla alchimilloides, Scabiosa columbaria, alguna mata de edelweiss, Cotoneaster integerrimus, Arenaria grandiflora, Plantago argentea y Teucrium pyrenaicum.
Planean y cantan al sol de la tarde los abejarucos, que nos indican, como la flora, lo presente que está lo mediterráneo en el Pirineo central español.
En una umbría de la solana, en una recoleta zona de lapiaz muy roto, encuentro algunos pies de la fabulosa Borderea pyrenaica, pariente de los ñames tropicales. La ajedrea sube prácticamente hasta la cumbre, entre algunas matas de boj y erizón.
Otras plantas anotadas esa tarde en los pastos pedregosos y pedreras: Vincetoxicum hirundinaria, Globularia gracilis, Epilobium collinum, Anthyllis montana, Paronychia kapela, Polygonatum verticillatum, Teucrium chamaedrys, Thymus vulgaris, Melica ciliata y Ononis striata, todavía con alguna flor tardana. En los pastos abunda Brachypodium rupestre y hay rodales del lastón de escobas (Molinia caerulea) en suelo temporalmente húmedo y decalcificado, a 1.800 m.
Me asomo al extremo occidental, la Peña del Hombre, un mazacote rocoso casi desprovisto de plantas, con bojes dispersos, ortigas en la cresta frecuentada por las cabras y poco más. La erosión de los pastos que se encuentran entre esta peña y el resto del Castillo ha avanzado desde la primera vez que estuve aquí, hace veinte años; tiene cierta forma de corazón y va desde un poco por debajo de la cresta hasta la embocadura de la canal de Comapuarta, uno de los accesos naturales a la montaña desde la Montaña de Sensa.
Veo moverse allí a varias marmotas, que no chillan, y me extraña, tanto el verlas en el Castillo Mayor como que no chillen, no deben de tener una colonia de cría establecida. También saltan las perdices pardillas y graznan las chovas.
Avanza la tarde, se oyen esquilas en alguna parte, he decidido que no descenderé hasta que no se ponga el sol.
Llego a la cresta cimera y, al mismo tiempo que me maravillo otra vez más con el espectáculo de las Tres Sorores a la luz rosada del atardecer, noto que me mira un buitre con su intensa mirada alerta y desconfiada, posado a tan solo diez metros de mí encaramado sobre el abismo de Escuaín. El viento mueve el collarín de plumas de la base de su cuello pelado; quieto ahí, me digo, le digo, déjame fotografiarte, no te vayas. Pero en cuanto hago el gesto de querer coger mi cámara el gran pájaro no lo duda y se lanza al vacío sin ruido alguno, con una elegancia y una seguridad pasmosas. Lástima ... Me dedico a fotografiar a las chovas, algo más confiadas. El sol se ha puesto tras los Sestrales y el cielo arde más a occidente, sobre Sabocos y Tendeñera.
En apenas media hora de descenso sorteando agujeros y bojes estoy junto a mi tienda. La noche se va adueñando del espacio. Hablo por el móvil con casa. Como algo, sin muchas ganas, bebo bastante. Me lavo los dientes enjuagándome la boca con agua de mi cantimplora. Me acerco hasta el “collado sur”, la puerta de los Llanos, y contemplo el valle del Cinca que va sumiéndose en sombras, la Peña Montañesa, la luz diluyéndose en la oscuridad. Brillan anaranjadas las luces de Laspuña, Ceresa, unas pocas en Puértolas, lejanas en Aínsa. Son las nueve.
Quietud, soledad, ansiadas y temidas. La luna está casi llena y su luminosidad eclipsa de momento el brillo de las estrellas.
Me encierro en la tienda con desgana, temiendo la larga noche de diez horas. La temperatura cae en picado. Me meto en el saco sin quitarme la ropa, luego me la voy quitando hasta quedarme sólo con la camiseta. Me voy apagando, me molestan un poco las esquilas de las ovejas que pastan cerca, han ido bajando desde la cresta. Pero noto cada vez menos el tintineo y me duermo a eso de las 10 de la noche. Pero a la 1:30 ya me despierto, el lecho es duro, al fin y al cabo, y estoy algo incómodo dentro del saco. Voy dando cabezadas, pero a las 5 me levanto, tras habérmelo pensado un rato, a vaciar la vejiga, y noto frío. Pero hay un regalo: sobre mí, el grandioso espectáculo de la cúpula celeste estrellada y sin luna, las constelaciones que observo con admiración e incredulidad. Hacía años que no veía cosa parecida. El frío, no obstante, me empuja otra vez adentro, al calor y la seguridad de mi saco de dormir.
No hay un solo sonido; el del agua, tan habitual en la montaña, no existe aquí. Consigo descabezar otro rato de sueño. Hacia el amanecer, comienzo a oír otra vez las esquilas. Me despierto a eso de las 7:30 y me levanto por fin a las 8, sin prisa. Hace frío afuera mientras desayuno. Supongo que la temperatura nocturna ha debido estar próxima a los 0º C, pues la mojadura de la madrugada ha devenido en escarcha, no hay que olvidar que estoy a 1.750 m.
Tomo algo de fruta, yogur, frutos secos y pan con queso, y bastante líquido. El sol aparece por el collado de Mallarruego y pronto lo inunda todo de luz, haciendo olvidar en un instante la noche y el frío, que parecen no haber existido. Surgen los colores, el azul, el verde, el gris, el pajizo. El más diverso, por supuesto, el verde, que va desde el claro del pasto de Brachypodium rupestre al oscuro de los austeros bojes.
Ya pronto me percato de que el día va a ser caluroso y que voy a hacer corto de agua. No obstante, me propongo hacer la mayor parte de la caminata de hoy por los cresteríos de la montaña, sobre todo de nuevo los occidentales, y las crestas cimeras.
Reflorecen al final del verano algunas plantas, como Phyteuma orbiculare, Leontodon hispidus, Cotoneaster integerrimus, Alyssum montanum, en algunos casos al ser recomidas por el ganado o los sarrios.
Muchas termófilas suben mucho en altitud en este monte aislado y soleado. Así, Sedum sediforme alcanza los 1.800 m y Melica ciliata llega casi hasta la cumbre, a 1.960 m.
Los Llanos de Castillo Mayor, según me ha contado gente de Puértolas, se subían a dallar en tiempos en que en el valle aún había “fuerza” de gente, sobre todo en los años 30 del siglo pasado. Las parcelas de “prao” que correspondían a las distintas casas se asignaban por “suertes”, e iban cambiando de un año para otro. Ésa era la hierba que se bajaba para alimentar a los animales en invierno, ya que los prados junto a los pueblos son cosa de tiempos más recientes, entonces eran panares, o sea, tierras dedicadas a cultivar alimentos para las personas, como cereales, o patatas allí donde la cercanía de un torrente o fuente permitía regar.
Me acerco a los herbazales de Molinia caerulea y tomo varios inventarios. No hay agua en superficie, pero sin duda está cerca o, al menos, debe de haberla en primavera y principios del verano. En estos parches con Molinia, a unos 1.800 m, abundan las plantas acidófilas, de brezal, como Calluna vulgaris, Stachys officinalis, Potentilla erecta, Nardus stricta o Danthonia decumbens. Además: Anthoxanthum odoratum, Lotus corniculatus, Filipendula vulgaris y Geranium sanguineum. Pero sin apenas transición, a tan sólo unos centímetros, aparecen especies de los pastos pedregosos en suelo calizo, como Teucrium pyrenaicum, Anthericum liliago o Brimeura amethystina. Estos rodales de Molinia caerulea, que me habían pasado desapercibidos hasta ayer mismo, son algo excepcional en este monte calizo tan falto de agua. En uno de ellos crece un pinito de un palmo (¿Pinus uncinata?), el único que he visto en los Llanos. Otra planta que cohabita con la Molinia es Festuca paniculata, con requerimientos ecológicos aparentemente bien diferentes. Estos herbazales dan paso bruscamente a los pastos de Brachypodium rupestre (=B. pinnatum subsp. rupestre) en cuanto disminuye la humedad edáfica.
La siguiente parada digna de mención tiene lugar en cuanto avisto de nuevo los primeros individuos de la reducida población de Borderea pyrenaica de esta parte de la solana del Castillo Mayor. Es fácil ir quitando las piedras sin romper los tallos, bastante más tenaces de lo que aparentan. A un palmo bajo la superficie llego al xilopodio, con aspecto de pequeña patata, o mejor ñame, enraizado en la tierra oscura, fértil, que se halla debajo de la capa de piedras rotas por los elementos y aparentemente estériles de lejos o si no prestamos cierta atención. Los pies femeninos tienen frutos, alguno de ellos ya maduros. Las hojas aparecen recomidas por algún insecto fitófago.
La mañana avanza con más calor. En lo alto de la canal de Comapuarta, en la erosión en forma de corazón, de las marmotas que vi la tarde anterior sólo veo su vano intento por excavar madrigueras, que tropieza con lo rocoso del terreno debajo de la primera capa de tierra.
Agachándome veo el pastizal salpicado de Euphrasia, E. hirtella, E, salisburgensis y quizá E. minima de flor blanca (¿E. sicardii?). Luego me da por subir hasta la cresta por la pétrea solana de la Peña del Hombre, que alcanza los 1.898 m de altitud. Es un mazacote de caliza karstificada, con escasos bojes y muchas ortigas en las anfractuosidades rocosas, señal de que las cabras, y también las ovejas, pululan por estas alturas desde hace mucho tiempo. Muchos buitres y un quebrantahuesos pasan planeando elegantemente sobre mi cabeza, cortando el aire. Los miro alejarse y perderse rápidamente en la distancia.
Cuando llego a lo alto el sol está ya muy arriba en el cielo y, sin ninguna sombra bajo la que refugiarme, me siento quemado y débil. La vista es soberbia hacia Escuaín, las Tres Marías y el Perdido. Comienzo a recorrer la cresta hacia la cima, que se encuentra hacia el este a unos cuantos cientos de metros de distancia. De pronto, aparecen cuatro cabras y una hembra preñada viene enseguida enfilada hacia mí, seguro que quiere sal. Me siento incómodo y le grito para que se vaya. No hay mucho sitio para moverse y trato de espantarla, al principio sin éxito. Luego se cansa de no sacarme nada y se va hacia los tres cabritos para juntos trepar roquedo arriba, en dirección contraria a la que yo llevo. Entonces, en el suelo, asomando entre las rocas, un guiño azul me hace agacharme y allí mora un único ejemplar de Campanula glomerata, de flores apiñadas formando una cabezuela. Por lo demás, mucha ortiga y cagarruta de cabra. Abunda también Teucrium chamaedrys y, en el tramo de cresta hasta la cumbre, un lugar inhóspito para casi todos los vegetales perennes, resisten bien plantas almohadilladas como Galium pyrenaicum y Saponaria caespitosa. Además veo algunas anuales traídas por el ganado, por lo demás banales, como Hordeum murinum o Crepis setosa. En los agujeros del karst, alguna planta que no recordaba de otras veces, como Geum pyrenaicum. Rhamnus alpina y Cotoneaster integerrimus asoman desde el lado norte de la cresta. El único ejemplar de Carduus carpetanus que vi en junio sigue en su sitio, aunque agostado.
Son las 13:20 cuando llego al vértice geodésico que marca el punto más alto del Castillo, 2.009 m o 2.014 m, según unos mapas u otros. El calor aprieta. Miro hacia Revilla, Escuaín, Gurrundué, Angonés, hasta el Posets, los picos de Eriste, Cotiella, Peña Montañesa, Sestrales, Tres Sorores. Luego, cuando ya estaba a punto de irme, descubro bajo una piedra un contenedor de plástico con tapa de color pistacho y lo abro. Dentro contiene una gorra, un mapa de Ordesa-Monte Perdido, cuaderno y boli y una tarjeta de un club de montaña de Bilbao. El cuaderno de firmas, o de cima, fue subido y estrenado, según consta, el 15 de agosto de este mismo año, hace sólo dos semanas, por un par de entusiastas vecinos de Puértolas. Me pongo a leer los comentarios, muchos en francés y en otros idiomas, uno hablan de sarrios, otros de buitres (“les vautours au rendez-vous”), otros por fin de la tortura del lapiaz cimero, la vista majestuosa o la buena idea de dejar un mapa y un cuaderno en la cima. También escribo yo unas líneas –que leerá, por cierto, un conocido de Monzón pocos días después-, a la sombra de una roca.
Vuelan algunas parejas de mariposas (Lasiommata maera). Debo iniciar el descenso, aunque no sin antes comer bajo la copa protectora de mi haya favorita, el Haya de Castillo Mayor, en singular, situada a 1.950 m de altitud; testimonio, junto con algún arce y serbal (Sorbus aria), del arbolado que debió de salpicar en el pasado la solana kárstica de esta montaña. Una gran rama yace tronchada y seca bajo la copa, rota por la nieve o en algún vendaval. El Haya tiene bastante fruto este año, y no dejo de asombrarme del lugar donde crece, en esta ladera rocosa infame en la sola compañía de otro árbol cercano, un Acer opalus. Los dos tienen la copa muy asimétrica, moldeada por el viento.
Hace un fresco delicioso a la sombra. Allí al lado, los agujeros (o alvéolos) del karst están llenos de plantas que encuentran en el fondo tierra fértil, como Lilium pyrenaicum y L. martagon, cargados de frutos gordos y estriados, junto con saúcos, avellanos, helechos (Dryopteris submontana), hierbas venenosas como Actaea spicata y acónitos (Aconitum vulparia y A. anthora), Polygonatum verticillatum y otras plantas de bosque. Las nitrófilas, aprovechándose de los excrementos del ganado, no desaprovechan la ocasión para hacerse un hueco, las que más las ortigas, pero también Asphodelus albus y Cirsium arvense. También hay algunos ejemplares de Allium oleraceum y uno recomido de Viburnum lantana.
Desde allí me dirijo a la parte oriental del karst, siempre buscando nuevas plantas. Anoto: Gymnocarpium robertianum, Borderea pyrenaica, Stipa calamagrostis, Geranium sylvaticum, Centaurea nigra, C. jacea, Rhaponticum cynaroides, Daphne mezereum, Ligusticum lucidum, Lonicera alpigena, Juniperus communis subsp. alpina, Rosa pendulina, Santolina chamaecyparissus subsp. pecten, Knautia arvernensis, Hypericum maculatum y Laserpitium latifolium. Y hojas e inflorescencias secas de Gentiana lutea en abundancia.
Avanza la tarde, son más de las 4 y tengo que ir pensando en dejar la montaña. Tengo sed y poco líquido para saciarla. Paso junto al abrevadero del ganado y recojo muestras de un par de plantas que ya vi ayer, Juncus compressus y Barbarea intermedia. También hay unos cuantos grandes champiñones en el borde de una dolina, que se quedaron allí.
Desmonto con pena la tienda de campaña. Son las 5 cuando emprendo la vuelta, bajo entre los erizones, me maravillo con los serbales cargados de fruto y después pongo la directa y antes de las 18:30 horas ya estoy junto al coche. Abro el maletero y me amorro a la garrafa de agua que dejé, que está caliente, por supuesto, pero bebo y bebo, lo menos un litro en varios tragos. Y después, aunque cansado, saco la prensa, me siento en el prado y me pongo a prensar todas las plantas recogidas durante esos dos días, que no son pocas. Y me encuentro tan a gusto allí, bajo la presencia protectora del Castillo Mayor que se va cargando de nubes... Ya no pica el sol, apenas hay viento y el trasiego de vehículos es escaso y no molesta.
Aunque creí que venía a despedirme de esta montaña que tantas veces he recorrido, aún quiero volver más veces, siempre quedan cosas pendientes, preguntas que contestar, rincones por donde no he pasado. Y gente amiga a la que enseñarles lo que he ido descubriendo a lo largo de los años.
Aunque maravillado por tan bonita descripción de tus días en solitario, me quedo con la ultima frase de tu escrito.
ResponderEliminarGracias.
Josemaría
Me apunto también a la última frase, el resto del artículo una pasada y las fotos lo complementan perfectamente.
ResponderEliminarManolo
Yo "NO ME" quedo con la última frase, sino que QUEDO con ella. En AMISTAD pertinente, en el "sobrelamarcha" o en el "siempre", con el don al frente del "a donde va Vicente vamos nosotros, que somos como él muy buena gente", y cuántas veces hagan falta -también- con esas chovas de la rica soledad que SIENTE y de los enriscados SILENCIOS que no mienten.
ResponderEliminarLo cual, todo lo que acabo de soltar en este parrafón de arriba (como bebida de garrafón), viene a ser lo mismo que el mismo MIMO de la más fresca y directa sinceridad mostrada con vuestro afecto, sólo que yo, AMIGOS*, no he podido evitar el practicar el celoso arte de ser retorcidín y hacer el memo.
¡SALUD, Y UN ABRAZO A TODOS como un “Castillo”!, ni enrocado ahora ni en enriscado, pero tampoco “Mayor”, que para eso ya está el que aquí nos trae, no otro que el del Castillo-Mayor tan de José Vicente*