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"El paisaje cercano lo consolaba tanto como a otros les consuela la religión o la música". Robert Macfarlane, The Old Ways

martes, 17 de marzo de 2009

Vignemale (3ª entrega)


Al día siguiente, el 29, nos levantamos temprano, como procede en los refugios de montaña, donde si no te despiertas tú te despierta el ajetreo mañanero de los otros, con toda la excitación de la aventura de la ascensión por delante. No buscábamos una ruta arriesgada, sino la “normal por Francia”. El espíritu que me anima en la montaña no es el del reto tal y como lo entienden los escaladores y muchos montañeros, ni el del riesgo al límite, o el sumar cimas, sino el de descubrimiento, agudizar y disfrutar de los sentidos intentando comprender lo que percibo, sentirme vivo en medio de un terreno duro y arisco, disfrutar del cansancio reparador, zambullirme en un tiempo que escapa a la medida normal, en un cúmulo de sensaciones y emociones.
El día amaneció con tiempo estable. Anduvimos hacia el sur rumbo a la montaña, nuestra presencia marcada insistentemente por los chillidos estridentes de las marmotas. Bordeamos por la izquierda los flancos helados del Petit Vignemale, de los que se desprendían de tanto en tanto algunos seracs, con su ruido atemorizante de artillería. Vimos a lo lejos que un grupo de aguerridos caminaba ya por su pequeño glaciar de pendiente pronunciada, en busca de una arriesgada ruta hacia la cima. La carga de mi mochila era bastante pesada, ya que además, por aquel entonces, solía llevarme a cuestas la prensa para guardar convenientemente mis recolecciones de plantas de alta montaña. La afición a la Botánica era ya así de fuerte y suponía ese precio de sobrepeso. Pero las fuerzas no flaqueaban entonces y el peso extra se llevaba con gusto. Además, del cuello me colgaba la bolsa para la cámara fotográfica, objetivos y demás. Hasta ahora no he aprendido a viajar ni a caminar ligero de equipaje, qué le vamos a hacer.
A 2.651 metros de altitud, y tras dos horas de camino desde les Oulettes, se encuentra el coqueto refugio de Bayssellance, enclavado en un rellano situado de espaldas al Vignemale, el refugio guardado más alto del Pirineo. Sus guardas editan incluso un curioso boletín llamado La Marmotte Déchaînée, que puede leerse en Internet. Hicimos una corta parada antes de reemprender la marcha hacia el paso de la Hourquette d’Ossoue, para desde allí acceder al glaciar de Ossoue, punto clave del día.
Los glaciares son uno de los grandes hitos y espectáculos que nos brinda la Naturaleza. Los del Pirineo, como casi todos los que perduran en la Tierra desde su última expansión acaecida durante la llamada Pequeña Edad de Hielo (entre los siglos XVII y mediados del XIX), viven actualmente sus horas más bajas perdiendo longitud y grosor año tras año debido a un proceso general de calentamiento climático. En nuestra cordillera, debido a factores como latitud, altitud u orientación, los glaciares son escasos y se hallan acantonados en anfiteatros elevados, en las umbrías de los macizos más altos (ocupan una superficie total de 811,3 ha.). Pertenecen al tipo de los denominados de circo, bien distintos a los más potentes en forma de lengua, mejor alimentados en sus cabeceras, que discurren a lo largo de decenas de kilómetros en otras grandes cadenas montañosas repartidas por las regiones templadas y frías de la Tierra, como el Himalaya, Thien-Shan, los Andes o los Alpes. El glaciar de Ossoue, no obstante, es por su aspecto lingüiforme el más “alpino” de los pirenaicos. En cuanto a tamaño, resulta el segundo en superficie (70 ha.), por detrás del del Aneto (132 ha.) y por delante del que se acantona en la vertiente norte del Monte Perdido (48 ha.). Estos datos, sin embargo, hay que considerarlos parte del pasado y provienen del conocido libro de Jean Buyse Los tresmiles del pirineo. En una obra más reciente, El Alto Pirineo, Eduardo Martínez de Pisón da para el año 2000 ya un total de sólo 290 ha. cubiertas por el hielo para toda la cordillera. Es vox populi, por haber sido muy divulgado, que el proceso de regresión de los glaciares marcha imparable. De todas formas, no lo olvidemos, su predecible evolución hacia su desaparición a corto o medio plazo sería una más entre las pulsiones provocadas por el discurrir de los ciclos climáticos a través de los siglos.
El aspecto del glaciar d’Ossoue cambia mucho según los años, según la nivosidad en la estación fría y el calor que haga en verano, en unos se muestra vigoroso y en otros avejentado. Tal y como yo lo vi, a finales de agosto de 1991, parecía gozar todavía de buena salud en términos de grosor y superficie ocupada por el hielo. Tras salvar un promontorio, el avistamiento del final de su tosca y agrietada lengua helada nos dejó mudos de estupor y de asombro. Aquel día, con el sol calentando lo suyo desde lo alto del cielo, el agua de fusión surgía en grandes torrenteras del interior de cavernas heladas que se abren allí donde el glaciar deja paso a la roca pulida por el desgaste secular, y se despeñaba luego valle abajo. Precisamente, en los días en que escribo sobre esta ascensión (primeros de diciembre de 2004), aparecía en el suplemento dominical del diario El País un artículo sobre el quebrantahuesos y en él una fotografía sensacional, que me cortó la respiración en cuanto la vi, del glaciar y el circo de Ossoue, y donde se ve toda la extensión helada y predominantemente gris recorrida por infinidad de grietas y flanqueada por roquedos imponentes. Un paisaje aparentemente estéril, pero de una fuerza y una belleza impresionantes. Mirando esa imagen me resulta más fácil recrear las impresiones de aquel día vivido tan intensamente.

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