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"El paisaje cercano lo consolaba tanto como a otros les consuela la religión o la música". Robert Macfarlane, The Old Ways

domingo, 22 de marzo de 2009

Vignemale (4ª entrega, y final)

Con imágenes escaneadas de viejas diapositivas y copias en papel de Víctor

Llegamos al frente del glaciar. Para acceder a su lomo y atravesarlo después en toda su longitud, hasta su cabecera, teníamos que salvar primero una atemorizante pendiente de hielo. Aunque por aquel entonces llevaba diez años ascendiendo montañas, y había cruzado antes algunos glaciares (Aneto, Monte Perdido), nunca hasta entonces me había tenido que calzar unos crampones. Los aseguré como pude sobre mis botas rígidas Kamet de cuero, de las de antes, de aquellas tan incómodas que forman un bloque con el pie, que sufre aprisionado y dolorido en su interior. Resultan muy seguras, y tardan bastante en calar si se mojan, pero son una verdadera tortura. Lo mejor de llevarlas es cuando te las quitas.

El hielo estaba muy duro y apenas se dejaba morder por el acero del piolet y las puntas de los crampones. Nos llevó un rato salvar ese primer obstáculo, serían unos 20 metros de picar y patear, sin mirar hacia abajo, y con evidente alivio nos reunimos los cuatro en lo alto. Empezamos a caminar hacia la cabecera del glaciar de Ossoue, sorteando el laberinto de grietas.


La Pique Longue de Vignemale todavía no era visible, pero sí la Pointe Chausenque, al pie de la cual el glaciar se descuartiza, a consecuencia del cambio de pendiente, en una cascada de seracs, multitud de bloques de hielo amenazador de tonalidades marfileñas, grises o azuladas. Con el fuerte calor de primera hora de la tarde, incontables pequeñas corrientes de agua de fusión trazaban una compleja red sobre la piel de aquel vasto mundo helado, tan alto y alejado de lo cotidiano, tan hermoso, aunque en absoluto amistoso o paradisíaco. No había silencio, sino ruido de aguas fluyendo encima y dentro del monstruo, los sordos crujidos de su avance, nuestros pasos acompasados abriendo la ruta. Carlos iniciaba la marcha, la familiar cazoleta roja de porcelana pendía de una cinta de su mochila azul y producía un tintineo metálico. Me pidió que se la descolgara para echar un trago del hilo de agua más próximo.
No andaba yo muy cómodo. Los crampones eran prestados y no conseguí ajustármelos del todo bien. Uno de ellos se soltaba de vez en cuando, y en ésas, cansado de tener que agacharme y maniobrar las hebillas cargado con todo el peso a la espalda, acabé llevándolo en la mano izquierda. En la derecha portaba el piolet, ambas iban enguantadas;no obstante, a causa de calor, iba en pantalón corto.
No, no íbamos encordados, como manda la prudencia. Carlos traía una cuerda de 20 metros en la mochila, pero por andar más ligeros, creo yo, prescindimos de la seguridad.
Un error que pudo haber sido fatal.


Seguimos caminando a lo largo del glaciar, esquivando grietas. En ningún momento vimos una senda marcada por otros pies antes que los nuestros. Más tarde nos daríamos cuenta de que nos habíamos desviado demasiado a la derecha, llevados por el ansia de ir en línea recta hacia la base rocosa del pico, y así fue como nos encontramos en medio de un laberinto de grietas.
Serían las cinco de la tarde y estábamos acercándonos a la base del Piton Carré, cuando el suelo desapareció súbitamente bajo mis pies, como si me hubiera tirado por un balcón. Sólo pude lanzar un quebrado grito de socorro. ¿Qué me había pasado?
Carlos vio la grieta camuflada, cuya presencia delataba un delgado puente de nieve, blanco en vez de gris como el hielo circundante. La sorteó girando en ángulo recto hacia la izquierda para buscar un paso, pero yo no me di cuenta de la maniobra y seguí derecho, sin percatarme del peligro. No iba atento, debido al calor y al cansancio, a la monótona y cegadora blancura, y caminaba con la mente en otras cosas.
La grieta no era ancha, su abertura apenas daba para que cupiera una persona, y eso fue, en parte, lo que me salvó. Quedé atascado en un tubo gélido que iba desde mi nariz hasta el culo, y tenía las piernas colgando ya en el vacío.

A continuación vinieron los dos minutos más largos de mi vida. No recuerdo que me pasaran por la cabeza, como en el trailer de una película, según dicen, los acontecimientos más importantes de mi vida, nada de eso. Quizá porque sabía, o quería creer, que no iba a acabar por caer “del todo”. Mis dos brazos quedaron levantados y flexionados como si me hubiera querido asomar por una tapia para ver qué había al otro lado, con las manos delante de la cara agarrando firmemente un crampón y el piolet, y estos anclados a su vez en el hielo. Víctor y José Mari, que iban detrás de mí, sólo acertaron a ver mi cabeza asomando apenas de la superficie del glaciar.

A propósito del uso de la cuerda en la práctica del alpinismo, escribió lo siguiente en el libro Souvenirs d’un Montagnard el conde Henry Russell, un curioso personaje de finales del siglo XIX cuyo nombre va indefectiblemente ligado al del Vignemale:
"Lo que todo el mundo reconoce es que, en los glaciares, cuando están plagados de grietas, la menor capa de nieve las hace invisibles, y la cuerda es un sine qua non. Despreciarla sería una locura. Está claro que si alguien se cae solo en una grieta un poco profunda (y hay algunas que tienen centenares de metros de profundidad), la muerte será segura. Mientras que si se va dos o tres, encordados juntos a varios metros de distancia, si uno se hunde, el peso de los otros impide que éste sea engullido. En esto, todo el mundo está de acuerdo".
Por otra parte, en palabras de Raymond Ollivier: “Les crevasses d’un glacier, même pyrénéen, ont bon appétit”.

¡Y nosotros íbamos sin encordar por aquel campo sembrado de grietas, qué inconsciencia tan tremenda! Ahora, mientras escribo este relato, intento encontrar las palabras con las que mejor expresar el recuerdo de aquellos minutos de agonía vividos hace ya años. Son tantas las ocasiones en que he traído a la memoria aquel día en el que vi de refilón la sonrisa tétrica de la Parca, aunque en aquella ocasión pudiera darle esquinazo… En primer lugar, creo que debo el haber salido ileso de una situación tan comprometida a dos factores casuales; el primero, mi abultado equipaje –que incluía, no hay que olvidarlo, una prensa para herborizar plantas amarrada a mi mochila y, además, una pequeña bolsa con la cámara, cruzada delante del pecho-, con lo que, en parte, la Botánica y la Fotografía me salvaron entonces la vida; y el otro, mi peso relativamente liviano, entonces como ahora de sesenta y tantos kilos.

El recuerdo más vívido que perdura de aquellos interminables instantes colgando sobre el vacío es el del sonido de mi respiración, entrecortada y superficial, como un jadeo de perro, aunque de menor intensidad que el que enseñan en las clases de preparación al parto; y, menos mal que, colaborando felizmente con el instinto de supervivencia (como cabría esperar de él), mi sistema nervioso se las ingenió para mantener cierta calma. Evité inconscientemente hacer cualquier movimiento brusco que pudiera ocasionar que la nieve se desmoronara y me precipitara en el abismo. Y también permanece otro recuerdo además, el del frío intenso que se adueñaba de mi cuerpo rápidamente a través de mis piernas desnudas, como queriendo retenerme allí para siempre.
Carlos se puso enfrente de mí y, con ligereza, sacó entonces su cuerda de la mochila. En medio de la tensión del momento, encontró palabras para explicar lo que iban a hacer y para tranquilizarme. Yo confiaba totalmente en que me iban a sacar de allí, y tenía también la certeza de que a mí solo me hubiera resultado imposible. Carlos amarró por seguridad la cuerda en su piolet clavado en el hielo y me lanzó el otro cabo, al que yo me aferré con toda mi alma sin soltar apenas los garfios de hierro que aún estaban en mis manos. José Mari y Víctor, por su parte, tiraron de la mochila por detrás hacia arriba, hasta que consiguieron desatascarme. Siguieron unos cuantos estirones y empujones, y entre todos conseguimos que yo pudiera apoyar los codos en el borde de la grieta, y hacer pie en el otro. Luego, deprisa, afuera otra vez, al mundo, al sol y al calor, fuera del abismo helado que podría haber sido mi tumba.

Aquel verano, según supe después, varios montañeros menos afortunados que yo desaparecieron para siempre en las grietas de los glaciares pirenaicos. Carlos me ha contado que atisbó por el agujero que dejó mi cuerpo en la nieve y no se veía más que el abismo sin fondo de la grieta. Yo no osé mirar. Habría decenas de metros de caída fatal. Me vienen a la mente los nombres de alpinistas engullidos por los hielos perpetuos, como el guía luchonés Pierre Barrau en la rimaya de la Maladeta, o el italiano Renato Cassarotto en el K-2. Ellos sucumbieron y los glaciares, en su avance inexorable, devolvieron al cabo de los años sus restos, los de Cassarotto en 2004; otros conseguimos salir vivos, Reinhold Messner en el Everest –él sin ayuda-, o yo mismo…
Supongo, aunque no lo recuerdo –pero, qué menos-, que les di las gracias a mis amigos, y que ellos me preguntaron si estaba bien, y que yo respondí que sí, que sólo tenía las piernas y las manos insensibles por el frío. De algún modo, conseguí recomponerme, reunir el ánimo suficiente para volver a caminar por el hielo hacia el objetivo propuesto, la cima del Vignemale, esta vez con todos los sentidos alerta.

Me ha costado horas relatar minutos. Mirando las fotos de Russell posando con aire aristocrático a la entrada de "sus grutas", o embutido en su saco de dormir de pieles de cordero, se me hace dolorosamente patente, por enésima vez, lo efímero de nuestra existencia. Las personas pasamos muy deprisa, algunas de nuestras obras permanecen algo más, y a la larga hasta el curso de los ríos, las montañas, los océanos o los continentes cambian y se desdibujan.

Llegamos, por fin, a la base de la pared rocosa, situada unos 150 metros por debajo de la cumbre. La tarde avanzaba. Estratos de roca metamórfica de color ferrugíneo alternaban con otros más claros formando pliegues vertiginosos. Me sentía débil y torpe, acongojado, pero no quedaba más remedio que seguir ascendiendo. Llegamos a la boca de la Gruta Paradis, un pasadizo picado en la roca que mandó excavar y bautizó Russell en 1893. Nos impresionó ver todavía pintada en la pared interior, con brocha gorda y en un tono salmón, la fecha acompañada de la inscripción en latín “Russell fecit”. Sobre la entrada de la cueva hay una placa conmemorativa colocada por el Club Alpin Français que reza, junto a la efigie del barbado personaje que estuvo entre sus fundadores: “En souvenir du comte Henry Russell, créateur des abris du Vignemale”. Estábamos justo bajo la cima.

Henry Russell-Killough nació en 1834 en Toulouse, de padre irlandés y madre francesa. Después de viajar de joven por América del Norte y Asia, dedica sus esfuerzos a ser el primero en conquistar una treintena de cimas emblemáticas de los Pirineos. Su vida se centró en estas montañas, aunque en invierno no desdeñaba frecuentar los eventos de la vida mundana en Pau o Paris.
El 11 de febrero de 1868, acompañado por Hippolyte y Henri Passet, efectuó la primera invernal al Vignemale, considerada la primera gran ascensión de esas características en Europa. A partir de 1880, y tras pasar una noche al raso en la Pique Longue, su deseo de vivir en la alta montaña le lleva a elegir este macizo, por el que siente pasión, y emprende la excavación de siete grutas. Incluso un herrero de Gèdre instaló en el col de Cerbillona una forja provisional o “de fortuna” para reparar las herramientas de los picadores. Los nombres de sus cuevas favoritas son “villa Russell”, “Bellevue” y “Paradis”, y había otras para los guías y las damas. En 1888 solicitó a la prefectura de Hautes-Pyrénées la concesión de 200 ha. (entre 2300 y 3298 metros) en el Vignemale por un alquiler anual simbólico de 1 franco y una duración de 99 años. Para incrementar la importancia de “su” montaña y que alcanzara simbólicamente los 3300 metros, hizo erigir en la cima una torre de piedras de 2 metros de altura …, que fue derribada por los elementos tan sólo 6 días más tarde. En las grutas pasó temporadas y hasta organizó misas y recepciones para sus amigos y personalidades de clase acomodada extendiendo una alfombra roja sobre la nieve. Ascendió la friolera de 33 veces al Vignemale -al que llamó, entre otras cosas, su “Tíbet pirenaico”-, la última de ellas el 8 de agosto de 1904, con 70 años. Es el autor de casi una decena de libros sobre sus vivencias, el más famoso de los cuales, Souvenirs d’un Montagnard, cuya primera edición data de 1888, ha sido traducido recientemente al castellano. El conde Russell, que tiene dedicada una cima en el macizo de la Maladeta, murió en Biarritz en 1909.
El cielo se había cargando de nubes. Trepamos hasta la cumbre, situada unas decenas de metros más arriba. Alcanzarla no me produjo especial emoción, cierto alivio si acaso, y allí pudimos recrearnos la vista con el espectáculo de un atardecer magnífico, aunque helador, desde aquella atalaya privilegiada y rodeados por el grandioso paisaje de los Altos Pirineos, con un sol grande y rojo descendiendo hacia un horizonte cuajado de cimas oscuras entre las que destacaban la siluetas los picos del Infierno, Balaitús y más lejos, altivo y ahorquillado, el Midi d’Ossau. También me subyugó la visión, tan distinta desde Francia, del macizo de Monte Perdido, donde llamaba poderosamente la atención esa larga grieta que es el corredor Swan separando los dos picos de Astazu, cuyos paredones se levantan casi dos mil metros sobre fondo del circo de Gavarnie.
Ahora es el momento para unos breves apuntes botánicos. En torno a la cima recolecté muestras de algunas plantas, menudas pero muy resistentes, que allí habitan; según mis anotaciones de aquel día, fueron las siguientes: Draba carinthiaca, D. tomentosa, D. dubia subsp. laevipes, Minuartia cerastiifolia, Festuca alpina y Poa minor, todas ellas a más de 3200 m de altitud. Alguna de ellas ya fue citada por Russell (en concreto Draba dubia, bajo el epíteto de D. frigida), entre la lista de las que recolectó y determinó su amigo el botánico Vallot. También se encuentra allí una de mis plantas favoritas de la alta montaña pirenaica, Androsace ciliata, pionera especialista en colonizar cresteríos y morrenas, y que apenas levanta unos centímetros del suelo. Pero sus cojinetes de hojas arrosetadas cubiertos de flores rosas cautivan inmediatamente el ojo del botánico que se llega hasta estos parajes austeros, poco generosos con la vida, tan definitivamente distintos, se diría que con más carácter que los bosques y praderas que se extienden mil quinientos metros más abajo.
Tras el ocaso, la temperatura bajó aún más y nos refugiamos en la gruta Paradis para pasar la noche. El agujero, a pesar de su nombre, me pareció un sitio lúgubre y con poco espacio, sería porque mi ánimo se encontraba en horas bajas. Estaba destemplado y me arrebujé pronto dentro del saco. En tiempos de Russell había, como en todas sus grutas, una puerta metálica–que acababa siempre por caer al glaciar una y otra vez- e incluso una capa de hierba seca para hacer más mullido el suelo. Hoy en día es menos cómoda y sólo cabe el recurso de poner las mochilas para tapar algo la entrada y cerrar con ellas un precario parapeto de pedruscos.
No dormí lo que se dice de un tirón. Ya de por sí no me suelen gustar las noches en la montaña, me refiero sobre todo al hecho de dormir sobre suelo duro en una tienda de campaña, al raso o en vivac, sin olvidar el frío. Pocas veces he conseguido un sueño reparador, aunque ha habido algunas excepciones que todavía recuerdo, y reconozco que, al raso, es sublime el placer de ver la luna levantarse sobre la pléyade de picachos, y las estrellas y constelaciones punteando en el aire diáfano la negra cúpula del cielo.
Larga fue la noche. Durante aquellas horas de oscuridad se desató, además, una buena tormenta cuyos ecos roncos retumbaron hondamente en la montaña; no pude menos que agradecer al conde su idea de mandar excavar un refugio en lugar tan hostil, y así librarnos de tener que dormir "à la belle étoile".

Al día siguiente la lluvia había cesado, pero el glaciar amaneció cubierto por la niebla, con un aspecto absolutamente desolador. A pesar de esa circunstancia, el descenso de la montaña no acarreó mayores complicaciones y la travesía del glaciar tampoco, ya que esta vez lo recorrimos por una zona menos peligrosa, a lo largo de la base del pico Montferrat. Recuerdo, un poco como en sueños, haber visto cajones de madera destrozados varados en el hielo -¿quién los habría arrastrado hasta allí?- y acentores comiendo los insectos que el viento había traído hasta la nieve rojiza.

8 comentarios:

  1. ¡!SALVE, VICENTE!¡

    ESOS VELLOS DEL RECUERDO

    NOSOTROS
    El glaciar
    Aquella puesta de Sol
    NOSOTROS
    La noche
    Paradis
    Paradis
    Aquel amanecer sin Sol
    La mañana (vi medio minuto: todo rosa el glaciar, gracias a una rayada solar, cuando salí a cagar)
    NOSOTROS
    El glaciar (el color gris más bonito que he visto hasta ahora)
    NOSOTROS

    ESOS BELLOS RECUERDOS


    Gracias*

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  2. Me ha gustado mucho la narración de vuestra odisea, en la ascensión al Vignemal.
    (Es como si subiera yo tambien).
    MerÇi.
    J.Mª

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  3. Hay relatos bonitos (para mi bonito es bueno y hermoso;y quiero reivindicar al uso del término, que parece algo pueril y venido a menos..) por lo que pueden hacernos imaginar ó por lo que nos pueden evocar.
    Este tuyo del Vignemale es muy BONITO en ambos sentidos. Buenos recuerdos de luz, hielo, atardecer, amigos, niebla..y peligro.
    Mi total "solidaridad" contigo Vicente por la situación vivida. En otro rato haré una breve reseña de similar situación acontecida en la vertiente epañola del Vignemale con Carlos y Jose Mari, en la que una cuerda (de nuevo) tuvo que cumplir la misión para la que fué creada.Victor

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  4. Aunque ya sabía todo lo vivido ese día en el Vignemale, ahora al leer tu relato, me he dado cuenta de que fue mucho más de lo que contaste en su momento. Realmente me he emocionado al leerlo, de verdad, casi me he puesto en tu lugar (muy difícil hacerlo) y estaba en la grieta con las piernas colgando. Y por el resto del relato, aparte de para las florecillas, tu vales mucho para esto del relato, Vincent.
    Esther

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  5. Víctor, bonito espero pronto tu reseña, enseña "solidaria" tuya, especialmente por haber vivido en tus adrenalínicas carnes otro momento de realísimo peligro. Ese día del Vignemale, contigo y con Jose Mari, te aseguro que pasé más miedo que con el caso de J.Vicente atrapado en el negro y frío cuelgue de “su” BLANCA grieta. Con J.Vicente me invadió repentinamente una lúcida serenidad, tanto para considerar la inminente posibilidad de la tragedia como para actuar en el acto (en medio minuto: ya ahí la cuerda, con una gaza al extremo, para que la asiera nuestro amigo); por otra parte aún me dio a mí, en mi fuero interno, por considerar la situación con una ráfaga de comicidad (con perdón), la que me hizo ver en el acto la verdadera causa de la salvación de J.Vicente (los aparejos mochileros y macuteros, por la espalda y por el pecho, de su propia pasión FLORAL); ya digo que, esa percepción mía fue sólo la de un relámpago. Lo de Vicente, "in (siniestro) situ", lo sentí claramente salvado: he dicho "SENTÍ", pues, otra cosa sería el valorar el percance luego de haber pasado todo, porque entonces sí que tuve momentos de "terror reflexivo". Pero, fíjate bien Víctor, lo tuyo, fue más jodido, desde mi ver y mi sentir, en el momento mismo del traspiés: yo vi que te nos ibas a tomar por culo, mil metros de desnivel directamente hasta abajo por la Gran Canal-Diagonal Oeste del Vignemale. Fui rápido a la hora de ponerme en sitio pertinente para sacar la cuerda y lanzarte, ya sabes desde donde, otra lazada auxiliadora de esas. Aquí, entre unas cosas y otras, sí que pasarían unos cuatro o cinco minutos hasta quedar resuelto exitosamente el “mortal” apuro. Aquí sí que: 1) me empezaba a poner nervioso yo (hice el teatro de actuar muy fría y calculadoramente); 2) esos minutos ya estaban jugando demasiado en tu contra: con sólo un poco más que un ligero movimiento tuyo te hubieras ido al carajo. Y es que, Víctor, sencillamente, ya te estaba viendo MUERTO*. Curiosamente, luego de haber pasado todo, me quedé muy feliz y tranquilo, y ya en ningún momento más, ni siquiera con los años ya pasados desde entonces, he vuelto a representarme el acontecimiento en plan de canguelo (ni oníricamente), al contrario que con Vicente, pues ciertos apuros de miedo mío en el acto de recordar sí que los he vivido, y es más, lo que te pasó, a veces -así es la cabeza de este mendas- sí que me lo represento cómicamente, de nuevo, repito, al contrario que lo de Vicente, que tuve esa rayada humorística en el mismo momento del caso. Pero, …eso: TE VI* muerto.
    A propósito de cuerdas o no cuerdas en y para su inmediata utilidad, ya os contaré en otro momento una serie de cosas. A mí me ha pasado de todo, y más aún a todos los compañeros (que ya conocéis) que se han movido siempre en ámbitos de actividad alpinísitca de mayor nivel que el mío. Hemos hecho trepadas y sobre todo “DESTREPADAS” sin cuerda verdaderamente insensatas: recuerdo todo el destrepe del Pico de Russell a la Brecha de Russell, habiéndonos saltado por el morro dos tingladillos de rapel, con Ricardo Arnáiz y Javier Gracia (El Ferre). Y a propósito de Ricardo luego os contaré otro caso patético, pues aquí sí, directamente, el ir encordados le salvó -¡qué susto!- la vida, “-… que yo le había dicho a Richard: ¡va! No saquemos la cuerda, se avanza muy bien por aquí, pero el Gran*Ricardo no lo dudó un momento, y 10 minutos más tarde …¡! [Ya lo contaré]
    Así que, Víctor, cuéntame-CUÉNTANOS como lo viste-VIVISTE tú. Gracias.



    BESOS*ESTHER

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  6. Por cierto (se me olvidaba, en mi recuento interior de "peliagudas" incidencias alpinas). En mi primera ascensión al Vignemal (años 80) con Ricardo Arnáiz, Javier (El Ferre) y Pablo Isla yo tuve un muy particular SUSTO (que como todo susto, suena a ser "de muerte"; mas lo interesante y paradójico del caso no va a ser el SUSTO en sí mismo, sino el CONTEXTO en sí mismo del susto. Al dato* (de la CUERDA que, en su seguro tiento: podría asesinarle a uno / -vease asunto de seductores e inductores rapeles-).
    Ya hablaremos.

    Pues eso, VÍCTOR. EsperO*

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